I Did It My Way

Mis reflexiones sobre política, deporte y cultura

5 dic 2014

Treinta y seis

Son los años de vigencia de nuestra actual Constitución. Redactada y aprobada en 1978, en un contexto de gran adversidad política y económica, aún está lejos de alcanzar los 47 años que estuvo en vigor el texto de 1876. No me parece baladí recalcar que en estas tres décadas largas, España ha vivido la época de mayor bienestar y crecimiento de toda su historia. La crisis económica actual supone un ácido capaz de corroer casi todo, pero no hemos de permitir que lo haga también con una obra que tantos éxitos nos ha brindado. Miremos con las luces largas y huyamos del cortoplacismo. Tan sólo en la corta vida de la II República se habían reconocido los derechos y libertades ciudadanas de un modo tan potente. Y sólo en esta ocasión una Carta Magna española ha logrado cohesionar una sociedad históricamente dividida y enfrentada.

Ello no implica, en absoluto, que la estructura política y territorial que fue diseñada por el constituyente de la Transición sea perfecta. El tiempo no pasa en balde para ningún producto humano, incluidos los textos jurídicos. Es probable que una actualización sea precisa, pero las reflexiones sobre la reforma deben hacerse muy pausadamente y con gran rigor técnico. No estamos hablando de una norma cualquiera, hablamos de la fundamental, de aquella de la que derivan todas las demás y a la que deben obediencia. En este sentido, es habitual oír a gran cantidad de personas que maldicen la Constitución atribuyéndole dislates que ella ni siquiera recoge. Pondré algún ejemplo. Hace un tiempo oí decir algo así como “hay que reformar la Constitución porque es inaceptable que los expresidentes tengan un sueldo vitalicio”. Para cualquier persona medianamente formada, resulta obvio que la norma fundamental no es la que prevé el estatuto jurídico ni remuneración (que por cierto no es tal) de los expresidentes. Con más frecuencia oigo aún expresiones de este tenor: “Que se cumpla. Lo que hay que hacer es que se cumpla. ¿Acaso no dice que todos tenemos derecho a una vivienda digna? ¡No cumplen nada!”. En este caso estamos ante personas que leen… pero muy parcialmente. La Constitución (probablemente como cualquier texto) no puede leerse aisladamente. Debe leerse entera. De un modo sistemático. Al hacerlo comprobaremos que este pretendido derecho, como todos aquellos que dependen de la concreta disponibilidad económica de cada momento, no es más que un “principio rector de la política social y económica”, y como tal no goza de la protección clásica de los derechos fundamentales. Tal vez el error del constituyente fue utilizar la expresión “derecho” para referirse a algo que por naturaleza no puede serlo. Con estos ejemplos simplemente pretendo dar a entender que la Constitución no es el foco de todos los males (o grandezas) de un país. No es nada más (ni nada menos) que un marco básico de convivencia. Una serie de líneas rojas que no pueden sobrepasarse, pero dentro de las cuales los poderes constituidos tienen libertad de actuación. De todas aquellas cuestiones cotidianas censurables (corrupción, crisis económica, leyes injustas…) culpemos al Gobierno y al Parlamento de turno, no a un texto que actúa tan sólo a modo de cortafuego contra dislates mayores. La cuestión mejoraría, probablemente, si en nuestras escuelas e institutos enseñáramos de una vez unas pautas básicas sobre qué es la Constitución y cuál es su contenido. 

Sea como fuere, sí resulta evidente que algunas cuestiones del texto constitucional deben corregirse. Intentaré señalar aquellas más importantes desde mi modesta opinión. Para empezar, la Constitución fue redactada en un momento histórico complejo. España acababa de salir de una larga y penosa etapa dictatorial y los partidos políticos aún eran organizaciones endebles. Para fortalecerlos, se les otorga gran poder sobre muchas cuestiones y se limita extraordinariamente la democracia directa. Aquellas razones ya no existen, y creo que ha llegado el momento de incrementar la extensión de herramientas como el referéndum. 

En segundo lugar, hemos de replantear la cuestión electoral. Es cierto que la Constitución en esta materia no da más que unas directrices muy elementales, pero alguna de ellas probablemente está obsoleta. Me refiero singularmente a la circunscripción provincial. Está más que acreditado que este sistema impide a las fórmulas proporcionales (da igual cuál se escoja) desplegar correctamente sus efectos. En aquellas provincias que son relativamente pequeñas, la proporcionalidad brilla por su ausencia. Parece tener mucho más sentido una circunscripción autonómica, o incluso nacional. A mayor tamaño de la circunscripción, mayor proporcionalidad en los resultados. 

En tercer lugar, es ineludible plantear la reforma del Senado. Como todo el mundo sabe, aquella directriz que daba la Constitución, nombrándole “Cámara de representación territorial”, nunca ha llegado a cumplirse de un modo real. La raíz del problema es evidente. Cuando se elaboró la Constitución, no se sabía si se constituirían las Comunidades Autónomas ni cuantas habría. Por ello, se dejó dicho que debería tener tal fin, pero no pudo el constituyente imprimir tal carácter en su organización y funcionamiento. Obvio. Pero en la actualidad el enigma se ha resuelto. El completo mapa de España ha quedado dividido en Comunidades. La España autonómica es un hecho. Ya es momento de hacer realidad aquel genérico mandato. Para ello, la circunscripción deberá ser autonómica y la Cámara alta deberá poseer en exclusiva todas aquellas competencias que afecten a cuestiones territoriales. 

El asunto autonómico, en un cuarto momento, también debe ser tratado. Como acabo de comentar, la Constitución no impuso un modelo autonómico para España. Solo ofreció la posibilidad, finalmente seguida, de adoptarlo. Una vez confirmado este paso, parece razonable adoptar algunas medidas: para empezar, incluir la lista de Comunidades finalmente constituidas. También clarificar el sistema de distribución competencial en base a la doctrina al respecto elaborada por el Tribunal Constitucional. Y… algo he de decir sobre Cataluña. Muchas voces señalan su firme oposición a un sistema federal asimétrico. Pues bien, salvo por el hecho de que el poder judicial es indivisible, apenas veo diferencias significativas entre el poder de las Comunidades en España y el de los Estados de países como Alemania o Estados Unidos. Y sobre el carácter asimétrico, debería decir que el actual modelo ya lo permite. Existe un listado de materias sobre las que las Comunidades pueden adoptar competencias, sin que exista ninguna imposición al respecto, y siempre sobre la base del respeto a aquellas que en todo caso pertenecen al Estado. La asimetría ya existe. Y no parece haberse roto España. No resulta improbable, pues, que puedan alumbrarse vías políticas para que Cataluña obtenga alguna mejora en su sistema competencial. Siempre deberá prevalecer, no obstante, la igualdad básica de todos los españoles en el acceso a sus derechos y libertades. 

Finalmente, trataré una posible reforma que recientemente he oído esbozar al Partido Socialista. La misma tiene que ver con blindar la sanidad y la educación en la Constitución. Debería preguntarse qué se quiere decir con “blindar”. La educación ya es un derecho fundamental, y la sanidad aparece constituida como principio rector de la política social y económica. Se ha hablado de la opción de exigir en la Constitución un porcentaje mínimo de inversión pública en estas materias. Sinceramente, y desde mi carácter de férreo defensor de la sanidad y educación públicas, no creo que la norma fundamental deba regular algo así con tal nivel de detalle. Como antes decía, la Constitución ha de ser un marco básico, un campo de juego dentro del cual las mayorías puedan decidir con amplia libertad qué es lo más conveniente en cada momento. Una norma tan detallista, a mi juicio, desvirtúa el significado de Constitución. Además, sería un error ofrecer a la ciudadanía un compromiso que en realidad depende de la concreta disponibilidad presupuestaria de cada momento, con el riesgo de que su incumplimiento genere desapego hacia aquella. 

Para llevar a cabo las cuatro primeras propuestas, bastaría con obtener mayoría de 3/5 en ambas Cámaras. El referéndum solo sería preciso si lo solicitaran una décima parte de diputados o senadores pero, en mi opinión, políticamente es imprescindible. Debe evitarse la infamia perpetrada con la reforma del artículo 135, que se llevó a cabo sin escuchar a una opinión pública visiblemente dividida. Si quisiera alterarse el apartado dedicado a los derechos fundamentales, la cuestión sería más compleja. La mayoría sería de 2/3, deberían convocarse elecciones, y las nuevas Cortes refrendar la medida. Además, el referéndum sería obligatorio. 

Es probable que las reformas aquí planteadas no sean de una urgencia total, pero sí me parecen de gran conveniencia.  Su contribución al incremento de la calidad democrática del país sería más que notable, por lo que una eventual mejora de la situación económica no debería hacernos olvidar su necesidad. El resto de males de España, como decía arriba, no deben achacársele a la Constitución. De ellos son culpables los poderes ordinarios. Digo más, lo son los partidos políticos que los controlan. Exijámosles a ellos su propia reforma con el mismo ahínco. 

Feliz Día de la Constitución.