Son los años de vigencia de
nuestra actual Constitución. Redactada y aprobada en 1978, en un contexto de
gran adversidad política y económica, aún está lejos de alcanzar los 47 años
que estuvo en vigor el texto de 1876. No me parece baladí recalcar que en estas
tres décadas largas, España ha vivido la época de mayor bienestar y crecimiento
de toda su historia. La crisis económica actual supone un ácido capaz de
corroer casi todo, pero no hemos de permitir que lo haga también con una obra
que tantos éxitos nos ha brindado. Miremos con las luces largas y huyamos del
cortoplacismo. Tan sólo en la corta vida de la II República se habían
reconocido los derechos y libertades ciudadanas de un modo tan potente. Y sólo
en esta ocasión una Carta Magna española ha logrado cohesionar una sociedad
históricamente dividida y enfrentada.
Ello no implica, en absoluto, que
la estructura política y territorial que fue diseñada por el constituyente de la
Transición sea perfecta. El tiempo no pasa en balde para ningún producto
humano, incluidos los textos jurídicos. Es probable que una actualización sea
precisa, pero las reflexiones sobre la reforma deben hacerse muy pausadamente y
con gran rigor técnico. No estamos hablando de una norma cualquiera, hablamos
de la fundamental, de aquella de la que derivan todas las demás y a la que
deben obediencia. En este sentido, es habitual oír a gran cantidad de personas
que maldicen la Constitución atribuyéndole dislates que ella ni siquiera
recoge. Pondré algún ejemplo. Hace un tiempo oí decir algo así como “hay que
reformar la Constitución porque es inaceptable que los expresidentes tengan un
sueldo vitalicio”. Para cualquier persona medianamente formada, resulta obvio
que la norma fundamental no es la que prevé el estatuto jurídico ni
remuneración (que por cierto no es tal) de los expresidentes. Con más
frecuencia oigo aún expresiones de este tenor: “Que se cumpla. Lo que hay que
hacer es que se cumpla. ¿Acaso no dice que todos tenemos derecho a una vivienda
digna? ¡No cumplen nada!”. En este caso estamos ante personas que leen… pero
muy parcialmente. La Constitución (probablemente como cualquier texto) no puede
leerse aisladamente. Debe leerse entera. De un modo sistemático. Al hacerlo
comprobaremos que este pretendido derecho, como todos aquellos que dependen de
la concreta disponibilidad económica de cada momento, no es más que un “principio
rector de la política social y económica”, y como tal no goza de la protección
clásica de los derechos fundamentales. Tal vez el error del constituyente fue
utilizar la expresión “derecho” para referirse a algo que por naturaleza no
puede serlo. Con estos ejemplos simplemente pretendo dar a entender que la
Constitución no es el foco de todos los males (o grandezas) de un país. No es
nada más (ni nada menos) que un marco básico de convivencia. Una serie de
líneas rojas que no pueden sobrepasarse, pero dentro de las cuales los poderes
constituidos tienen libertad de actuación. De todas aquellas cuestiones
cotidianas censurables (corrupción, crisis económica, leyes injustas…) culpemos
al Gobierno y al Parlamento de turno, no a un texto que actúa tan sólo a modo
de cortafuego contra dislates mayores. La cuestión mejoraría, probablemente, si
en nuestras escuelas e institutos enseñáramos de una vez unas pautas básicas sobre
qué es la Constitución y cuál es su contenido. 



